Cuenta este caso Phyllis Beck Kritek, autora de “La negociación en una mesa despareja”.
Como decana de una escuela de ingeniería, una vez intenté negociar un proyecto educativo en colaboración con el administrador de una facultad de medicina.
Mi colega médico estaba preocupado por mantener la relación de poder existente entre la enfermería y la medicina. Yo estaba interesada en cambiar la educación de la siguiente generación de profesionales de la salud.
Se me había hecho claro que se ponía en riesgo a los pacientes, debido a los conflictos de poder de dominación entre la medicina y la enfermería. Me parecía que estábamos ante un imperativo moral de aprender un modelo de colaboración.
Donde la medicina ejercía un control o dominación excesiva, y la enfermería no lograba o se le impedía ejercer autonomía profesional, se deterioraba el estado de los pacientes. Donde prevalecían las prácticas de colaboración, mejoraba la atención de los mismos. No era una hipótesis, había estudios que daban sustento a esta afirmación.
Nos encontramos para discutir esta cuestión. El objetivo primordial de mi colega era asegurarme de que debía mantenerse la relación de poder existente, no importaba cuánto difiriera yo con ello. La relación de poder en sí misma era de poco interés para mí. Yo ya veía que la hegemonía de la medicina en el ámbito de la salud decaía. Mi interés estaba en mejorar la atención de los pacientes, enseñándoles a nuestros estudiantes a trabajar juntos en forma efectiva e inteligente. No importa de cuántas maneras planteaba esta meta, se interpretaba como mi deseo de dar poder y estatus a la enfermería. Señalé que la colaboración supone tratarse como colegas en paridad.
Esa no era la cuestión. La cuestión era el cuidado de los pacientes.
Este intercambio, que duró dos horas, fue una serie de repeticiones. Hablábamos dos lenguajes diferentes. Mi colega simplemente no podía imaginar una negociación en la que el poder de dominación no fuera el centro. Y mi capacidad de convencerlo de otra cosa se veía limitada por mi definición de la colaboración.
Como decana de una escuela de ingeniería, una vez intenté negociar un proyecto educativo en colaboración con el administrador de una facultad de medicina.
Mi colega médico estaba preocupado por mantener la relación de poder existente entre la enfermería y la medicina. Yo estaba interesada en cambiar la educación de la siguiente generación de profesionales de la salud.
Se me había hecho claro que se ponía en riesgo a los pacientes, debido a los conflictos de poder de dominación entre la medicina y la enfermería. Me parecía que estábamos ante un imperativo moral de aprender un modelo de colaboración.
Donde la medicina ejercía un control o dominación excesiva, y la enfermería no lograba o se le impedía ejercer autonomía profesional, se deterioraba el estado de los pacientes. Donde prevalecían las prácticas de colaboración, mejoraba la atención de los mismos. No era una hipótesis, había estudios que daban sustento a esta afirmación.
Nos encontramos para discutir esta cuestión. El objetivo primordial de mi colega era asegurarme de que debía mantenerse la relación de poder existente, no importaba cuánto difiriera yo con ello. La relación de poder en sí misma era de poco interés para mí. Yo ya veía que la hegemonía de la medicina en el ámbito de la salud decaía. Mi interés estaba en mejorar la atención de los pacientes, enseñándoles a nuestros estudiantes a trabajar juntos en forma efectiva e inteligente. No importa de cuántas maneras planteaba esta meta, se interpretaba como mi deseo de dar poder y estatus a la enfermería. Señalé que la colaboración supone tratarse como colegas en paridad.
Esa no era la cuestión. La cuestión era el cuidado de los pacientes.
Este intercambio, que duró dos horas, fue una serie de repeticiones. Hablábamos dos lenguajes diferentes. Mi colega simplemente no podía imaginar una negociación en la que el poder de dominación no fuera el centro. Y mi capacidad de convencerlo de otra cosa se veía limitada por mi definición de la colaboración.